Probé en su día Demon's Souls y no tardó mucho en demostrarme que aquello no era para mí. Probablemente aquella experiencia afecto en las ganas con las que entré en Dark Souls, pero por otro lado, con Bloodborne, todo fue completamente distinto. No sólo lo cogí con entusiasmo, también avancé mucho más de lo que creía posible durante las primeras horas.
Pese a ello nunca fui un jugador hábil en ninguno de ellos, mucho menos un experto en sus mecánicas, así que con la llegada de Sekiro: Shadows Die Twice me he movido entre dos aguas constantemente. ¿Lo compro porque me llama la atención o me limito a reconocer mi manquismo y me ahorro el trago? Elegí la primera. Elegí bien.
Batallando con la fórmula de From Software
Si bien el baile defensivo de los Souls nunca acabó de convencerme por una cuestión de falta de paciencia y perseverancia, el cambio de paradigma de Bloodborne empujándote más hacia la agresividad me resultó mucho más atractivo. No lo suficiente como para exprimirlo al máximo, pero al menos no incómodo como para abandonarlo frente al primer escalón.
Los rumores apuntaban que Sekiro iba a seguir una tónica completamente distinta de ambas ramas, comentándose además que su dificultad iba a ser un reto mucho más asequible para los que se hubiesen atragantado con lo soulsborne y la fórmula de From Software. Con ese escenario y la sensación de estar ante una estética que me llamaba mucho la atención (lo mismo que me ocurrió con Bloodborne), había razones más que suficientes para lanzarme al ruedo.
Y allí estaba yo, con todas las ganas del mundo de comerme el juego de cabo a rabo sin rechistar, deseoso de empezar a dominarlo, adentrarme en su lore como no podía haberlo hecho en los otros y dispuesto a gritar a los cuatro vientos que, esta vez sí, no iba a ser un manco jugando.
Los primeros guantazos fueron sólo el principio, y a partir de ahí la cosa fue escalando a un ritmo vertiginoso hasta que salté del "tengo que seguir mejorando" al "y qué narices hago yo ahora" ¿El culpable? Un cazador de shinobis ataviado con un traje blanco y una especie de alabarda. Valiente pedazo de hijo de la grandísima...
Durante una veintena de ocasiones he pasado de odiar el juego a odiar el mando, de maldecir la transición de animaciones a hacer lo propio con la IA enemiga, de quejarme del sistema de combate a, finalmente, hacerlo de mí mismo. Pero pese a lo mucho que se me hizo cuesta arriba, especialmente por tener que batallar con un pequeño ejército de masillas antes de llegar a ese enemigo e intentarlo otra vez, no abandoné.
La redención de Sekiro
Sí opte por otra vía. Un camino secundario que ya había vislumbrado varios intentos antes y que, por pura cabezonería, no quise probar hasta entonces. Desconozco si todo lo ocurrido momentos antes había funcionado de alguna forma haciendo click en mi cabeza, pero a partir de ahí todo empezó a ir como la seda.
Morir una y otra vez había conseguido que pasase de no dominar en absoluto lo que estaba ocurriendo, a saber qué tenía que hacer frente a cada ataque. En una carrera increíble de varios minutos acabé con todo lo que se cruzaba en mi camino sin pestañear. Y no en plan loco o recurriendo a estrategias poco honorables. Estaba jugando bien. Por primera vez estaba haciendo lo que se supone que el juego quería que hiciese.
No sólo avancé mucho más. Pasado un rato, y habiéndome ventilado a otro cazador de ninjas, esta vez uno de color lila, volví al maldito que casi me había hecho abandonar el juego para intentar darle muerte. Un intento me bastó para superarlo y, tras ello, una sensación de logro fantástica. Lo que otros juegos traducían con luces y colores adornando una barra de progreso, aquí era tan simple como ver caer un cuerpo derrotado al suelo.
Era una sensación extraña porque, al fin y al cabo, la idea de cómo Sekiro podría ser un juego mucho más disfrutable para mí seguía ahí, pero a su vez estaba ante un sentimiento muy gratificante: el de haberme topado con un reto y haber conseguido superarlo. Desconozco en qué punto la frustración, el aburrimiento o la necesidad de saltar a otra cosa hará acto de presencia, pero al menos esa perseverancia, ese primer trofeo, habrá valido la pena. Ahora a seguir luchando (quién sabe durante cuánto tiempo).
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