Cómo pasé de destilar alcohol con patatas a ser el tiburón del turismo de lujo con hoteles y restaurantes: una historia de Anno 1800

Cómo pasé de destilar alcohol con patatas a ser el tiburón del turismo de lujo con hoteles y restaurantes: una historia de Anno 1800

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Anno 1800

Seguro que te estarás preguntando cómo he llegado hasta aquí. Cómo un chico de campo ha acabado rodeado de hoteles de lujo, comiendo platos de langosta cheminée y rodeado de hermosas mujeres mientras bebemos Glögg. Pues bien, lo cierto es que siempre he sabido que estaba destinado a hacer grandes cosas, pero convertirme en rey del turismo no estaba entre ellas.

Nací en la isla de Luttengraven en el año 1800 y creyeron conveniente llamarme Mariano, como mi padre. No debieron tardar mucho en arrepentirse, porque para evitar confundirnos acabaron acortando el nombre y desde entonces todo el mundo me conoce como Anno.

Siempre me ha resultado curioso el tema de los diminutivos y los apodos -como el de mi amigo Watch Dogs, que en realidad nació como Driver pero nadie lo ha llamado nunca así-.  ¿De qué sirve tener un nombre si luego van a dirigirse a ti de otra forma? En cualquier caso ese era el mío: Anno, del 1800 y la isla Luttengraven.

La historia de Anno, del 1800 y la isla Luttengraven

Las coletillas que acompañan a mi nombre son lo único que me acerca a personalidades de estatus más importantes -y pejigueras-. Yo, pese a la fachada, siempre he sido y siempre seré un humilde granjero. Un pobre desgraciado venido a más que, rodeado de lujos, en realidad se conforma con un plato de pescado, una prenda que ponerse y un mercado en el que gastar lo poco que le queda tras pagar mis impuestos, a ser posible acompañado de un buen licor.

Mi abuelo fue uno de los fundadores de la ciudad, un pilar para la comunidad al que sólo se le agradeció su labor con una carta de diplomacia y un puesto como granjero. Tras construir la que aún hoy es nuestra casa, se le encomendó la tarea de plantar patatas, un trabajo que años después mi padre continuaría sin cuestionar siquiera su utilidad. Para cuando yo tuve edad de trabajar -y fue mucho antes de lo que me gustaría reconocer ante la ley- el almacén del puerto ya estaba hasta los topes y no quedaba hueco donde guardar más patatas.

Bright Harvest

¿Para qué narices dedicar nuestras vidas a plantar patatas si en realidad nadie las come? Nosotros somos más de pescado, los trabajadores se deleitan con sus bocadillos de embutido y los artesanos se limitan a devorar sin criterio esas asquerosas latas de comida. Pero erre que erre con las papas.

Me negaba a desperdiciar mi vida entre tubérculos podridos sólo porque el gran cursor lo dictaba, así que tan pronto tuve la oportunidad de dejar aquella isla, no lo dudé un segundo. Cuando el capitán nos habló en el pub de una misteriosa ruta que llevaba hasta ese Nuevo Mundo del que todo el mundo hablaba, cogí una carta de diplomacia con la que resultar útil y me sumé a su tripulación.

No fue ni la primera ni la última vez que dejé atrás tierra firme para comer salchichas durante días mientras los piratas nos perseguían y las tormentas nos asediaban, pero gracias a ello pude conocer otras costumbres, lugares y bocados. Quién me iba a decir a mí que habría algo más que pescado al otro lado del océano.

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Visité decenas de ciudades, vi nacer y morir capitales, y absorbí como una esponja todo lo vivido. Un conocimiento curtido con experiencias como la de utilizar el azúcar para conseguir ron, la de secar la carne para mantenerla en buen estado, o la de cultivar plantas exóticas para cosechar tes y especias.

Para cuando las olas me devolvieron a Luttengraven, yo era alguien completamente distinto. Alguien que había crecido tanto como mi ciudad, que para entonces ya era la capital de un imperio sin miedo a ser tosida. Alguien que ahora ya sabía qué hacer con todas esas patatas que nadie parecía dispuesto a aprovechar.

Una oportunidad de negocio

- Pero qué destilar licor ni qué niño muerto -dijo mi padre al contarle mi idea-. Plantarás patatas como dicta el gran cursor, como hizo tu abuelo y como he hecho yo durante todos estos años.

Podría decirse que mis ideas chocaron un poco con la escasa originalidad provinciana, pero como el hueco que dejaba en el almacén se llenaba segundos después con decenas de granjas de patatas sin otra cosa que hacer, mi destilería de licor podría funcionar sin levantar sospechas o rebajar el ánimo de cualquier clase trabajadora.

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Tal y como hacían nuestros vecinos al otro lado del charco con el azúcar y el ron, aproveché las patatas para crear licor y, para mi sorpresa, la idea gustó tanto entre los aldeanos que pronto las sonrisas se tornaron en descontento. Era imposible dar abasto a la demanda generada.

A la primera destilería le siguió una segunda, luego una tercera y, para cuando llegué a la cuarta, el exceso de licor se convirtió en una herramienta perfecta para comerciar en la recientemente estrenada oficina portuaria. Con las destilerías funcionando a pleno rendimiento, ahora me dedicaría a exportar mi producto e importar todas aquellas delicatesen que había degustado en las colonias.

Antes incluso de que pudiese valorar qué hacer a continuación, el crecimiento de la ciudad que estaban provocando mis productos me entregó el siguiente paso en bandeja de plata. Cientos de turistas llegaban en barco para ver los animales exóticos que antaño había ayudado a cazar y las piezas de museo que había recogido de las profundidades. ¿Y si pudiese alargar su visita de alguna forma? ¿Y si hubiese una oportunidad negocio entre aquellas gentes pudientes que venían a maravillarse con lo que no podían encontrar aunado en ningún otro lugar?

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Para entender cómo podía ayudarlos, sólo tuve que ponerme en su piel y pensar en todo aquello que había echado de menos al pisar otras tierras. Debía dejar atrás mi perspectiva humilde para pensar como un ricachón, y hacer de sus comodidades las mías.

El rey del turismo

El primer paso estaba claro. Nadie en su sano juicio quiere llegar a una ciudad, cansado de un viaje en barco que le ha minado meses de su vida, y tener que lidiar con un eterno paseo hasta la primera atracción turística, sea esa un zoo, un jardín botánico o una exposición universal. Había que encontrar una forma más cómoda y eficiente de atravesar aquellas carreteras de barro y casas destartaladas sin que la visita perdiese su encanto.

Aquella visión me transportó automáticamente a Enbesa y, recordando con nostalgia la primera vez que experimenté cómo el agua fluía de un sitio a otro por el pueblo africano, pensé en cómo podía traducir aquella solución en algo que solucionase mi problema. Mientras su red de canales daba vida a sus huertos, yo debía crear una que insuflase vigor a mi ciudad. Ellos llevaban agua de un sitio a otro y yo haría lo propio con los turistas.

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Y así lo hice, aprovechando lo aprendido con los vehículos a motor que habían revolucionado nuestras granjas y recorrían nuestras calles, monté una red de autobuses que permitiesen salir del barco, subirte a uno de ellos y viajar allí donde quisieras sin volver a preocuparte de su distancia.

Con paradas colocadas estratégicamente en puntos clave de Luttengraven como teatros y museos, el siguiente objetivo era darle aún más peso a cada marquesina de autobús con nuevos edificios que llamasen la atención de los turistas. La solución fue idear una nueva estructura de casas para que, alrededor de cada parada, estuviesen los puntos clave con los que expandir la idea construyendo mis primeros hoteles y restaurantes.

Pronto entendí que el número de turistas crecía conforme más hoteles construía, pero tal y como ocurría con mis vecinos, si sus necesidades no estaban completamente cubiertas los hoteles sólo funcionaban a un tercio de su capacidad. No me quedó otra que encomendarme al gran cursor en busca de ayuda y, junto a su poder, empezamos a reestructurar y mejorar la ciudad para atraer más y más turistas.

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Mejorar el zoológico con nuevos especímenes, adecentar el palacio y, sobre todo, crear más fábricas que pudiesen explotar el interés de los visitantes por dejarse el sueldo en joyas y abrigos de piel mientras estaban lejos de casa. Nunca llegué a entender qué sentido había detrás de aquello -¿no había caza o mercadeo de perlas en su ciudad de origen?-, pero lo importante es que el flujo de visitantes no paraba de crecer y eso significaba sumar más negocios a mi red, que para entonces también contaba con cafeterías y bares de copas con un menú cada vez más exquisito.

Mi plan en cada uno de los locales era fusionar productos de la isla con todo aquello que había encontrado en mis viajes. El cóctel Montmartre 75, por ejemplo -llamado así por contener 3,75 centilitros de brandy, 3,75 de ron añejo y otros 3,75 de triple seco-, lo elaborábamos a base de champán, azúcar importado y un toque cítrico que sacábamos de los nuevos huertos -una fruslería que se me ocurrió para sacar partido a plantaciones que sirviesen a la vez como adorno para el paisaje y fuente de nuevos ingredientes-.

Lo mejor de todo es que, estratégicamente colocados, aquellos locales conseguían efectos inesperados. En el caso del citado cóctel, las casas cercanas acababan con un par de inquilinos nuevos -en realidad eran borrachos que se quedaban a dormir en el portal- y los consumos de latas de comida, cerveza y ron se veían notablemente disminuidos.

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Lo mejor de todo es que el excedente de los huertos los empezamos a utilizar en otros menesteres, por ejemplo para fabricar champús y colonias que los turistas pudiesen utilizar en sus estancias en el hotel. Un éxito sin precedentes no exento de una buena suma de trabajo y organización entre colonias al otro lado del globo, pero un éxito al fin y al cabo.

Y así es como he llegado hasta aquí, rodeado de hoteles de lujo, comiendo platos de langosta cheminée y rodeado de hermosas mujeres mientras bebemos Glögg. El turismo ha sido toda una bendición, una oportunidad para renovarme y, visto lo visto por la compañía que ahora me rodea, también una forma de llamar la atención de posibles inversores.

Yo pongo las ideas, ellos el dinero, y unos y otros lo pasamos en grande de la mano de una ciudad que parece no tener techo. Ahora, si me lo permitís, tengo una cita con un tal Gustave Eiffel que tiene una propuesta para una torre de hierro que podría suponer otro buen empujón a mi negocio. Crucemos los dedos por lo que pueda suponer para mí en el futuro.

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P.D. Si te has quedado con ganas de saber más sobre mis viajes y aventuras lejos de Luttengraven, algunos historiadores escribieron sobre ello con mayor o menor acierto en el pasado. Te dejo a continuación dichos documentos.

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